Lo que sigue es una idea que tuve hace un tiempo, en parte inspirado por un acceso de ira. Mis opiniones no son exactamente las que expreso en caliente, pero como se suele decir por ahí, en todo dicho hay un fondo de verdad. Y esta no es la excepción.
Que lo disfruten!
El Pelotudo: víctima social o vengador del futuro?
Me propongo en este breve ensayo hacer una exposición de la
condición del pelotudo moderno. Se trata, a mi entender, de un tema de
importancia creciente en la actualidad debido al renovado acceso a medios de
comunicación electrónicos que detenta la minoría social de pelotudos, los
cuales han comenzado a mostrar sus opiniones y hartazgos con mayor soltura. El paso
siguiente, entiendo, es la organización de un frente unido que vele por los
derechos civiles de los pelotudos, que denuncie las injusticias que definen la
pertenencia a tal grupo y coordine las formas de protesta que podrían ser eventualmente
adoptadas. El paso final de este proceso sería naturalmente la fundación de una
sociedad de fomento y un partido político homónimo.
En este sentido, considero relevante dar una introducción a
la esencia del pelotudo; no tanto una definición, sino más bien una
descripción. Confío en el lector la elaboración de su propia definición de
pelotudo, una vez que identifique la personalidad a la que me refiero.
Ser un pelotudo es más que una actitud, es una posición
filosófica frente a la vida. Se trata de una cosmovisión tácita, una especie de
moral del pelotudo, que encamina las decisiones que se toman día a día en lo
que se convierte aquello que los demás perciben como su identidad.
La gente juzga por lo que se le muestra, o mejor dicho, lo
que cree ver: la mujer promedio lo ejemplifica perfectamente. Ésta responde en un 99% de los casos, sintiéndose atraída por
el típico soltero independiente de bolsillo solvente, que la supera en todo (pero que nunca se lo hace notar); un personaje que demuestra durante el cortejo
una distancia que hace sospechar indiferencia, y que se ve como una insensible
pared de músculo a la cual siempre se le puede achacar –como espacio disponible
para que ella se queje con sus amigas- el hecho de no compartir sus
sentimientos ni de sentarse a escucharla cuando ella tiene algo que decir. Por otra parte, la mujer promedio ve en el pelotudo la forma "aberrante" que toma el hombre
sensible, sensibilidad que, paradójicamente, no encuentra en el
macho "idóneo" que tiene al lado. Cualquiera puede comprobar que el hombre
emocionalmente comprometido con la relación que encara carece de sex appeal para el sexo opuesto (entendiendo el compromiso emocional como un factor importante de su personalidad, y
no como una decisión a regañadientes
tomada por un soltero exitoso que dijo "basta" después de dos décadas de
joda).
En este sentido juega y fuerte la retorcida psiquis femenina
que, por un lado, no puede frenar el instinto de Eros hacia la predilección por
el hombre rudo, insensible, indiferente, violento inclusive, que la toma entre
sus brazos con el salvajismo del que no repara en las preferencias del otro -más
que como un simple protocolo con sentido hasta concretada la conquista- y que redunda en momentos compartidos, vacíos de todo significado romántico (algo heredado probablemente de nuestros ancestros homínidos, organizados bajo
dominios patriarcales violentos, análogamente al comportamiento social de los
chimpancés actuales). Pero, al mismo tiempo, las pinzas del Ego (atizadas por la
cultura del feminismo beligerante) hacen patente que en los momentos del mimo, la
caricia, la contención y sobre todo, la
constancia y el respeto por la condición de mujer, se requiere otro tipo de hombre; y finalmente, acaban cerrándose alrededor del
ideal etéreo del hombre sensible, del personaje que les dé "su lugar". La patente incompatibilidad
entre ambas personalidades, y la evidente predilección de la primera sobre la
segunda -que, hay que decirlo, es propia del pelotudo-, convierte cualquier conversación entre mujeres que toque
estos temas en una sinfonía bizarra, de efectos vomitivos para cualquier pelotudo que escuche. La hipocresía del reclamo de la mujer disconforme, histérica, es simplemente intolerable. Siempre, desde luego, suponiendo que el pelotudo en cuestión reconozca su
condición de estafado cósmico en la distribución de roles en la gran
comedia de la vida; en caso contrario, puede llegar a interpretar estúpidamente que la mujer bajo protesta "necesita" de un hombre como él, y verse arrastrado a una persecución condenada al fracaso.
Pecando tal vez de insistente, reitero, es indudable que existe una especie de sensación de rechazo por aquello
que justamente se achaca en las charlas cotorreras entre las amigas que se
juntan a criticar sus posibles (o actuales) parejas, parejas tipificadas por el estereotipo de flaco que acabo de resumir. Dado que el pelotudo tiene por norma un buen oído y un hombro para contener, pero
también la sensibilidad suficiente para reclamar una muestra inequívoca de
afecto y de dependencia mutua con respecto a la mujer, sea cual sea el cariz
romántico de la relación, esto termina redundando en la bien conocida
condición de amigo “coche fúnebre” -en el mejor de los casos- o simplemente en el
pelotudo marginado, en el otro extremo. Esto es importante de hacer
notar: el pelotudo tiene un rol asignado por la sociedad por default, el de ser empleado como medio para superar
adversidades emotivas por las mujeres arrojadas al desamparo por sus parejas
actuales o ex parejas, un rol que redunda en el beneficio totalmente asimétrico
que supone el ser un instrumento de desahogo.
Pelotudo no se es por genética,
sino por pertenencia a un grupo social; es una posición creada en gran medida
por las mujeres en su frenesí efímero e histérico por una felicidad que
sencillamente no ven teniéndola en frente.
¿Existe promesa de redención feliz para el pelotudo? Lo dudo. Si
Ud. se considera parte de esta reducida comunidad de espectadores eternos de la
felicidad ajena, enquistado en posiciones de amigo coche fúnebre como acabo de
describir, entonces seguramente haya sido objeto de peroratas
interminables de contenido redentor del tipo “ya va a llegar tu momento”. Tales afirmaciones no sólo carecen de asidero
fáctico, sino que el hecho que
hayan sido pronunciadas oficia, justamente, de prueba directa en contrario. Nunca estará "tu momento" más lejano que cuando alguien diga que está cercano, con una palmadita en la espalda. La
lástima es el sentimiento gemelo que surge en la gente autosuficiente cuando se toma la
molestia de utilizar el sentido de empatía con el pelotudo. El
sentimiento hermano es la hilaridad, tipificada por el “¡qué pelotudo!” seguido de
carcajadas, aunque esta reacción puede considerarse políticamente incorrecta en charlas individuales, y
tiende a manifestarse únicamente en grupos más o menos grandes en los cuales
la culpa de la burla se disuelve en el número. Inspirar risa burlona o lástima por
igual, es marca registrada del pelotudo; y ser objeto de palabras de aliento simplemente
confirma que salir de tal condición, la de ser alguien en quien la sociedad se
caga y cagará de forma sistemática por bastante tiempo, está -como mínimo- más
lejos que si no se hubiese dicho nada.
Las únicas dos cosas a las cuales puede aferrarse un
pelotudo, su espada y su escudo, son sencillamente estas: su dignidad y su rencor. La primera es el bien inalienable al que
accede en el momento de su nacimiento toda persona humana; es el valor de la
voluntad de ser (sea lo que sea aquello
en lo que uno se convierta) sin haber sido hecho por una voluntad ajena, ya sea ésta un imperativo objetivo
(por ejemplo, el instinto, esculpido por la selección natural y que rige sobre los animales) o subjetivo (otra persona, dueña de nuestras vidas). No importa
desde una perspectiva trascendente, cósmica, que una sociedad te oprima bajo la
etiqueta de perdedor y te excluya de los placeres del éxito: siempre será el
pelotudo una criatura más valiosa que un pavo real.
Por último, el rencor es la última esperanza real de
redención (aunque parcial e incompleta) a la que puede aspirar un pelotudo. Por
sí solo, el rencor es un sentimiento poco importante; pero sazonado con un poco
de ambición -que dé acceso a un cierto poder- se convierte en el vehículo de la
venganza tanto simbólica como concreta. Si la frustración de la opresión genera
un impulso de sacrificio y trabajo duro, en pos de objetivos que la sociedad no
impida explícitamente que el pelotudo alcance (básicamente, estudiando aquello
que nadie estudia y/o trabajando de aquello que nadie quiere trabajar),
entonces existe la posibilidad de alcanzar tarde o temprano una posición de
relativo poder, aunque se trate de un hecho contingente y seguramente efímero,
que le permita descargar el fruto de los rencores añejados por años, de forma categórica.
Humillación pública, exaltación de diferencias económicas y/o culturales,
acceso a medios legales de infligir pérdidas materiales desastrosas, “accidentes”
deliberados, o quizá algo tan pequeño como llevar a cagar al perro al jardín
del antiguo opresor durante el paseo diario, se cuentan entre las posibles
formas alocadas y apetitosas que puede tomar la venganza.
Es algo natural y largamente justificado: se trata en definitiva de devolver algo de
equilibrio a este cosmos desigual. Y si es posible, de hacerlo desde el
anonimato, disfrutando del espectáculo.